viernes, 25 de mayo de 2012

Los beijineses convierten sus calles en salones de baile

Apenas se despide el invierno y el rostro de Beijing cambia completamente.

Los árboles despiertan de un sueño profundo y adornan la ciudad con flores de vivos colores, las chicas sacan del guardarropa sus vestidos más cortos y, por las tardes, algunas aceras se convierten en restaurantes con muy buen ambiente.

Pero no es lo único que un clima cálido puede propiciar. Cuando el sol comienza a ocultarse, un ejército de personas mayores de cuarenta años se vuelca a las calles para tener una cita con la diversión.

Al ritmo que les toquen, estos beijineses muestran sus mejores pasos de baile en los espacios que poco a poco le han ido ganando a los edificios que se multiplican rápidamente.

Foto: Gabriela Becerra

De lo que se trata es de mover el cuerpo y convivir con los amigos.

Hay opciones para todos los gustos: coreografías que parecen tablas gimnásticas o rutinas de ejercicios aeróbicos, danzas tradicionales de distintas partes del país, y baile en pareja con algunos movimientos de tango, salsa y hasta música disco, al estilo John Travolta en “Fiebre de sábado por la noche”.

Foto: Gabriela Becerra


A estos salones de baile al aire libre no asisten los jóvenes, pero los bailarines aseguran que no es por apatía sino porque el trabajo y los estudios les absorben todo su tiempo, y rechazan que la ausencia de las nuevas generaciones en este tipo de actividades ponga en peligro de extinción el baile colectivo, una estampa típica de las ciudades de China.


No sé si la sabiduría de los años les dé la razón, pero me pregunto: ¿cómo los jóvenes van a preservar algo en lo que nunca han participado?, ¿cómo mantener una actividad colectiva en una generación de hijos únicos? Las generaciones cambian y la realidad de los jóvenes chinos, más que ninguna otra en el mundo, se transforma vertiginosamente. El tiempo lo dirá.


Por ahora, en estos espacios de esparcimiento no hay lugar para el aburrimiento, el cansancio o la timidez. La mayoría de los que aquí se reúnen son jubilados que dedicaron gran parte de su vida a estudiar, trabajar, cuidar a los hijos; incluso, a los nietos. Por eso ahora, ellos sólo tienen tiempo para divertirse.


Foto: Juan Carlos Zamora

Foto: Gabriela Becerra




martes, 22 de mayo de 2012

Zoológico de Beijing... en el descuido. Ni el oso panda se salva

Fin de semana. Busco en Internet lo que me falta hacer en Beijing. En eso estoy cuando recuerdo que el zoológico es uno de mis pendientes. Aunque no me convence mucho la idea, no quiero irme de esta ciudad sin haber agotado todas las ofertas turísticas, todos los rincones posibles.

Cámara en mano, dinero en la bolsa y dos buenos acompañantes es suficiente para pasar un buen día, a pesar de que una densa nata de contaminación le ha robado el color a las cosas, dándole un aspecto fúnebre la ciudad.

Una vez en el zoológico, decidimos visitar primero a los osos panda. Son los protagonistas del lugar, pero no se salvan de las lamentables condiciones en las que se encuentra la mayoría de los animales que aquí se exhiben.

Foto: Juan Carlos Zamora

China es ya la segunda economía del mundo. Por eso, esperaba ver reflejado este crecimiento económico en las instalaciones del zoológico y en el cuidado hacia los animales.

Para ser los consentidos de China, las jaulas de los osos panda causan lastima. Son viejas, sucias, desteñidas y pequeñas. De los cinco osos que pudimos apreciar, uno de ellos parecía tener una enfermedad en la piel.

El panda gigante, animal en peligro de extinción, es un símbolo nacional en China, de donde es originario, al grado de que si una persona mata a uno puede ser condenada a la pena capital.


Foto: Juan Carlos Zamora

El pueblo chino lo adora. Su imagen aparece en una variedad de productos que van desde mochilas, peluches, tazas, lapiceros, diademas, sombrillas y todo tipo de ropa.

No sólo gusta a los niños: en el invierno de Beijing es común ver a los jóvenes protegerse del frío con gorros con la figura de este animal bicolor.

Debido a esta devoción, creo que los responsables del zoológico deberían de poner más atención en los pequeños detalles que al final son los que causan grandes impresiones.

No siempre será fácil distraer la atención de los visitantes con esculturas del oso panda para tomarse la foto y con puestos que venden todo tipo de productos alusivas a su imagen.

Foto: Gabriela Becerra

Desafortunadamente esto no fue lo único desagradable en mi paseo. Más adelante nos topamos con una lamentable escena: dos grandes osos, cada uno en su espacio, sin techo para resguardarse del intenso calor, sin un recipiente con agua y sin un vigilante que impidiera que le arrojaran todo tipo de alimentos.

Foto: Juan Carlos Zamora

Mi lógica me lleva a pensar que este tipo de parques cuenta con expertos en recrear, o al menos simular, el entorno en el que viven los animales, pero en el hábitat que les construyeron a estos osos predominaba el cemento en un 80 por ciento. Sin estanque de agua, sin vegetación, al más puro estilo de las grandes ciudades. Una crueldad.

Uno de los osos, ya acostumbrado a que la gente le dé galletas, salchichas, palomitas o lo que sea que esté comiendo, se sostenía en sus patas traseras para alcanzar con más facilidad la comida chatarra.

Yo no sabía exactamente quiénes eran los animales. Había letreros que prohibían arrojar comida y nadie parecía disgustarse con que se hiciera lo contrario.
Foto: Juan Carlos Zamora

Foto: Juan Carlos Zamora

Escenas como ésta fueron recurrentes. Una chica sopló burbujas de jabón en la cara de un ave. Y en la habitación donde se encontraban los animales nocturnos, un señor golpeó el cristal para que un roedor se despertara, mientras que otro disparaba el flash de su cámara.

Foto: Juan Carlos Zamora

En las jaulas que no estaban protegidas con ventanales pudimos observar mucha basura, sobre todo botellas de plástico.

Es cierto que el zoológico es enorme y se invierte mucho dinero en alimentar a los animales, cuidarlos y atenderlos cuando enferman, además de pagar sueldos al personal que aquí trabaja, pero también lo es que miles de visitantes dejan una buena derrama económica cada semana que bien podría utilizarse para acondicionar mejor los hábitats de las distintas especies y protegerlas adecuadamente de las manos “inquietas” de los paseantes.